¿Qué pasa en la Complu?

-Pues que dicen que el rector tié un romance con la presidenta de la Comunidá. Un romance institucioná, eh, ojo. No se sabe si ha sío un flechazo o que hubo algo antaño porque la Cristina, ya sabe, es PASF de la Complu.

-No me diga, doña Reme. ¿Y eso de PASF qué es?

-Pos personá de administración y servicios funcionario. O sea, la gente que no es profesora pero que maneja los dineros y los papeles de la universidá. También hay PASL que son los operarios y PDI que son los profes. Y no le he dicho ná y usté no ha oido ná tampoco, doña Asun.

-Pierda cuidao. Asín que amartelaos ¿eh? ¿Y por qué será?

-Es que la Cifuentes va a sacar una ley pa las universidades de Madrid. La ha bautizao de Ley de Coordinación Universitaria de la Comunidad de Madrid. O sea, que será como Ley COUN o algo asín. Quiere modernezarlas y ponerlo tó bien. Dice que es muy vieja y que hay estudios que no tién salidas. Que es mucho gasto, que mejor la chavalería a currar pronto, y que por eso no suelta perras ya hace tiempo. Que la sociedá demanda otros estudios. Que hay demasiao personal en la universidá y que mejor sería que no fueran funcionarios nenguno, porque no se hace y se deshace eso en un momento, como cuando coges a alguien pa trabajar en tu casa.

-Anda, la osa. Ella se lo dice tó. ¿Y ella, que es lo que es?

-Pues ahí la guasa, doña. Ella es funci, como el rector, como los catedráticos y muchos profesores. Pero que también dicen lo mesmo. Que el sistema funcionarial frena el progreso de la universidá y que debían poder coger profesores como más fácil y como los que quisieran ellos. Y de fuera, pa la cosa de la excelencia. Que el otro día el rector tuvo una charla entitulada «No sin los profesores», parrafraseando a una peli alemana que decía «No sin mis hijas». Miá que no dijo no sin mis estudiantes, no sin mis PASF o L, según,  y contó que se podía hacer un modelo de carrera pa los profes como la de los americanos, por tramos, movible y articulable como un Mecano. Qué le paece, doña Asun.

-Pues que un título de peli pa una charla de rector es como de chiste ¿no? Aunque si hablaba de americanos, es lo suyo.Y que no les dejan decir ná al estudiantao, que paecen mismamente morcillo que entra a chorros y sale de la universidá con forma de albóndiga con perejil picao, pa ser consumía pronto. Y que la sociedá son ellos y los pacientes y los ciudadanos. Que cuanto más puedan saber, más podrán hacer aluego. De lógica, vaya. Oiga, doña Reme y el rector ¿es excelente?

-Anda, pos claro. Y magnífico. Pero es un hombre modesto, y sólo lo dice en la intimidá, doña Asun.

-¿Y no será más excelente un rector extranjero? Como hay que traerlo tó de afuera…

-Lo mesmo. Igual traen otro de otro lao, plegao en tramos pa que lo desembalemos y se esponje en la Complu.

-Qué chusca es usté, doña Reme.  Y que está usté mu bien informá. Y que si tan malo es ser funcionante de esos, por qué no lo dejan ellos. Lo renuncian, y aluego se contratan. Asín dan ejemplo.

-Yo es que escucho por estramming lo que dicen en los Consejos de Gobierno, doña Asun y me parto. O me deprimo, según. Lo pué ver tol mundo en lo que yo tuve. Yo, informá, y usté, tó razonamiento. Da gusto.

-Por algo está usté colocá en donde las lenguas, las geografías, las historias y las filosofías. Y que le quedan cerca las comunicaciones, los documentos, las estadísticas y los derechos. Que dicen que ahora va a estar tó junto y va ser cuarto y mitá de to, pa darle una patinilla a los galopines y arreando, que es gerundio. Al mercao, como las percas. ¡Si van a juntar las facultades, con menos PLASF de esos y menos profesores! Que es mejor, dicen. Peormente mejor, será, doña Reme.

-Si que juntan, sí. Y de lo suyo también ¿no doña?

-Si, hija. Menos medecina, farmacia y los dentistas y alguna otra cosilla, to revuelto. Y mia que el saber no ocupa lugar.

-Pues lo que le decía al principio. Le han dao en llamar a eso Plan Director de Reordenación de Estructuras. Que si la universidá es muy vieja. Que si las estructuras son muy anticuás. Que hay que cambiar. Anticuás o llenas de prestigiosa historia, según da el viento. Pa cuando hay que presumir, pa cuando hay que darle a la húmeda, es to un privilegio esa antigüedad. Pero es vieja, hala a cambiarla, algo hay que hacer. Algo hay que hacer y venga de repetirlo, que paece que asín es verdá. Y dicen que no es pa ahorrar sobre todo. Con menos gente y estudios comprimíos, usté dirá.

-Entoavía no veo lo del romance, doña Reme.

-Pues es que el Plan Director este es pa que la ley de la Cristina entre con suelo abonao. Ya todo el mundo convencío de que es lo mejor y a bulto, ahi al revoltillo. Y sin funcionarios, ni profes que también sean funcionarios ni ná. Están hechos el uno pa la otra y viceversa.

-Pero eso lo habrán hablao ellos mucho ¿no?

-¡Quiá! Ellos, un poco. Que hay muchos que no quieren, amás. Pero lo ques al alumnao y a los trabajadores, ná de ná. Que no han negociado ná con ningún sendecato, ni lo quién hacer, ni quién poner fechas. Que no pongan pegas por si llevan razón, que hay que mover a mucha gente y les cambian muchas cosas. Vaya, que se les ve el plumerillo de lejos.

-O sea, que quién hacer negocio sin negociar. Ay, doña Reme. Que se nos acaba la universidad.

-Ésta, sí. La que venga será otriversidad.

-¡Jajajaja! Qué ocurrencia, hija. Allí también habrá que limpiar ¿no?

-Eso, seguro. Y comer, y poner vinos, doña Asun.

-Que hagan un doble grado de fregoteo y comistrajos.

-To se andará. Ya lo hay por ahí de comida fina. Un vasco, de esos triperos lo ha puesto.

-Esos vascos…

-¿Qué? Aúpa, pues. Siempre tendremos que comer, doña.

-Bueno, me voy al chisquero, que aún tengo que barrer el recibidor de matemáticas. Aunque mire, con el Plan no voy a tener que hacer más que un recibidor. To lo de ciencias allí.

-Mire usté, si al final to son ventajas, doña Asun. Usté pa sus ciencias y yo pa mis letras. Lo de toda la vida.

-Igual un dia hacen la facultad de ciencióletras y fin de la cita.

-Ya le digo. Si creo que empezó to asín, y de la separación vino la problemación. Pero que es usté una científica filosofante, también.

-Ande, ande, a barrer. A ver si se van a creer que semos funcihonorios de esos.

-Qué poco dura la alegría en casa del probe.

-¡A barrer, doña Reme!

 

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Ritablog (13). Carboncello, madrileña

La otra vez pasó igual. Después de un verano hermosísimo, en sólo quince días que tardamos en regresar a La Incolla el panorama de mis amigos como-yos de campo había cambiado radicalmente.

Soplaba un vientecillo frío que anunciaba el otoño removiendo todas las hojas. Caboncello nos estaba esperando, fielmente y con bastante hambre. Su hijito Supervisi ya no estaba con ella y nunca más apareció por los alrededores. Luego, mucho más tarde, vimos en una casa lejana a uno que se le parecía mucho. Quizá había encontrado otro hogar… O tenía tanto genio que partió a buscarse una vida mejor lejos de sus hermanas. Ya habíamos observado que normalmente los como-yos chicos se marchaban o eran expulsados cuando creían un poco y que sin embargo, las chicas iban quedándose. Así que estaban Carboncello y sus dos hijas tuxedas, Felisa y Brasitas.

Felisa y Brasitas eran pequeñitas, pero Brasitas era mínima, con diferencia. Sin embargo, iba y venía pidiendo comida a gritos, con ese vozarrón ronco y profundo que parecía el de un gatazo de diez kilos. Carboncello ya debía tener cerca del año, toda su vida en el jardín de la casita, de su casita en el valle de La Incolla.

Pero estaba rara. Huidiza. Maullando desgarradoramente a lo lejos. Con las orejitas y el cuello llenos de heridas y arañazos. Despeluchada, desmejorada, muy delgada. A lo lejos, en el campo, había como-yos forasteros a los que no habíamos visto nunca que la llamaban.

Y mis marcianos tomaron una decisión. La íbamos a incorporar a nuestra casa de Madrid porque algo raro la estaba pasando, algo que no era bueno para ella. Y después de ese fin de semana en el que Brasitas y Felisa se llenaron las pancitas de comida, nos la trajimos. Sus dos hijas continuaron allí, en La Incolla.

Audaz decisión, sin duda. Mis marcianos no lo pensaron demasiado. Carboncello no estaba bien, parecía enferma. Además, tosía mucho.

Carboncello pasó el viaje en una cajita de cartón descubierta, atusada por mi marciana grande, con sus ojos redondos muy abiertos, pero quietecita, tranquila, asustada pero confiando. Al llegar a Madrid lo primero que hizo fue esconderse debajo de un mueble del que tardó dos días en salir, sólo para comer. Luego, poco a poco, a su ritmo, fue explorando y ocupando sitio. Las habitaciones, la cocina y finalmente, el espacio abierto del salón.

Mis marcianos siempre dijeron que Carboncello tenía un monito listo en su interior, que se asomaba a través de sus ojos redondos y enormes de gato. Mirarla a ella era mirar a un ser en el que reconocías una inteligencia propia de un primate, de alguien muy próximo a un ser humano. Siempre mira directo a los ojos de quien la esté mirando. Aguanta la mirada todo el tiempo que mis marcianos le hablan, sin pestañear. Yo mismo no soy capaz de hacer eso. Luego, mira el movimiento y el entorno, para no perder detalle de la situación. Y actúa, aprendiendo, sacando conclusiones. Y así, Carboncello puso todo su empeño e interés en aprender cómo era este nuevo mundo en el que lo único que conocía era a mis marcianos, a Suji y a mí.

En este mundo nada huele a tierra, ni a agua, ni el aire trae sonidos de hojas. No llegan historias de otros como-yos a través de los sonidos que flotan en el viento. Bien podría haber pasado que Carboncello no hubiera sabido o querido aprender a vivir en un lugar tan diferente de lo que había conocido hasta ahora y que se hubiera pasado el tiempo escondida sin adaptarse. Pero no fue así. Ella exploró, muy prudentemente, a su ritmo, todos los rincones de la casa. Y terminó ocupando el sofá, el mejor lugar, al lado de nuestros marcianos, pidiendo su trocito de pan con mantequilla o cualquier otra golosina.

En cuanto a Suji y a mí, tengo que decir en honor a la verdad que no se lo pusimos nada fácil. Tenemos una estrecha e indefinible relación de muchos años y no estábamos dispuestos a cambiarla ni a incorporar a nadie en ella. Carboncello era amiga, sí, pero allí en el campo. Aquí, en Madrid, en un espacio más reducido, era una extraña.

Y Carboncello, que lo entendió enseguida, trabajó tenaz y constamentente durante varios meses para conseguir nuestra amistad. Se fue aproximando a nosotros despacio. Al principio, no tolerábamos que estuviera cerca ¡se llevó de bufidos y de manotazos!… Luego, ella nos fue pidiendo permiso, acercándose y regalándonos mimos y lametones exquisitos y constantes. Días y días y días. ¿Quién puede resistirse a eso? Suji fue el primero que cayó y pasó de perseguirla a tolerarla y después a jugar con ella. Yo me hice mucho más el duro. Primero, porque mi rango de gato mayor me obliga. Segundo, porque ya tengo una edad y me aturden los juegos y carantoñas de una compañera joven y revoltosa. Pero finalmente, también comprendí que Carboncello era una buena amiga, divertida y bienintencionada. Terminé jugando con ella también, cosa que, dicho sea de paso, me viene muy bien para movilizar ese gato que todavía conservo en el interior de esta bolsa de piel que me rodea.

Ya somos tres en vez de dos. Ahora, Carboncello se ha convertido en la Portavoza de la Comisión Rogatoria de Alimentos que presido yo, con Suji de Vicepresidente. Y me parece muy bien, hay que dejar paso a las nuevas generaciones. Ella encabeza la marcha petitoria y la seguimos Suji y yo. Suji responde a su llamada cuando ella vocea “¿Prrr?” y acude con la prontitud del rayo. Es muy buena gente, ella no quiere mandar, pero ha conseguido ocupar su lugar en este nuevo mundo y en nuestras vidas. Todo a base de su constancia y su inteligencia.

Y mira que al principio la notábamos como muy sensible… como si le hiciera daño hasta un roce de nuestras garras (y se llevó unos cuantos). Se había puesto con un pelo precioso y brillante y había engordado bastante.

Un día mis marcianos se la llevaron. Volvió enseguida, con la tripita sin pelo, lamiéndose mucho y más delgadita. Les escuché hablando: “Un poco más y tenemos aquí un batallón de gatitos… hemos llegado en el momento justo. Por eso estaba tan gordita”. No sé muy bien qué querían decir, yo sólo sé que ya no sabría vivir sin ella. Me aburriría mucho.

Carboncello, madrileña, bienvenida a tu nueva casa, a tu nueva vida. Y aún os tengo que contar otro “elemento” que intervino en la incorporación de Carboncello. Pero eso será otro día.

Mientras tanto, os ofrezco mi barriguita para que me la rasquéis y un cariñoso topetón de cabeza en vuestras piernas. ¡Hasta pronto!

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Ella, la peor del mundo.

Estas bellísimas redondillas de Sor Juana Inés de la Cruz son relativamente conocidas. Siempre es grato leerlas y releerlas, haciéndolas resonar.

Pequeños eslabones de un collar, enmarcan y desgranan, como a joyas, las imágenes de los lúcidos pensamientos de Juana Inés.

Hombres necios que acusáis 
a la mujer sin razón, 
sin ver que sois la ocasión 
de lo mismo que culpáis: 
si con ansia sin igual 
solicitáis su desdén, 
 ¿por qué queréis que obren bien 
si la incitáis al mal? 

Combatís su resistencia, y luego, con gravedad, decís que fue liviandad lo que hizo la diligencia. 
Parecer quiere el denuedo 
de vuestro parecer loco 
el niño que pone el coco 
y luego le tiene miedo. 

Queréis, con presunción necia, 
hallar a la que buscáis, 
para pretendida, Thais, 
y en la posesión, Lucrecia. 
¿Qué humor puede ser más raro 
que el que, falto de consejo, 
él mismo empaña el espejo, 
y siente que no esté claro? 

Con el favor y desdén 
tenéis condición igual, 
quejándoos, si os tratan mal, 
burlándoos, si os quieren bien. 
Siempre tan necios andáis 
que, con desigual nivel, 
a una culpáis por cruel 
y a otra por fácil culpáis. 

¿Pues como ha de estar templada 
la que vuestro amor pretende, 
si la que es ingrata, ofende, 
y la que es fácil, enfada? 
Mas, entre el enfado y pena 
que vuestro gusto refiere, bien haya la que no os quiere 
y quejaos en hora buena. 

Dan vuestras amantes penas 
a sus libertades alas, 
y después de hacerlas malas 
las queréis hallar muy buenas. 
¿Cuál mayor culpa ha tenido 
en una pasión errada: 
la que cae de rogada, 
o el que ruega de caído? 

¿O cuál es más de culpar, 
aunque cualquiera mal haga: 
la que peca por la paga, 
o el que paga por pecar? 
Pues ¿para qué os espantáis 
de la culpa que tenéis? 
Queredlas cual las hacéis 
o hacedlas cual las buscáis. 

Dejad de solicitar, 
y después, con más razón, 
acusaréis la afición 
de la que os fuere a rogar. 
Bien con muchas armas fundo 
que lidia vuestra arrogancia, 
pues en promesa e instancia 
 juntáis diablo, carne y mundo. 

Impacta la frescura y la actualidad de un poema fechado en torno a 1680. Pero ¿qué más sabemos de su autora, sus circunstancias, su personalidad? 
 

Sor Juana Inés de la Cruz, nacida Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana (1651-1695) fue hija menor de la criolla mejicana Isabel Ramírez de Santillana y un militar español de origen guipuzcoano. Su ciudad de origen fue San Miguel Nepatla de Méjico. Ella y sus dos hermanas eran hijas ilegítimas y no contaron con la proximidad de su padre. Sin embargo, su madre gozaba de una posición acomodada, cercana al virreinato, que la proporcionó posibilidad de recibir educación a muy temprana edad. 

Según la propia Juana cuenta, a escondidas de su madre, pidió permiso para tomar lección a la profesora que se la impartía a sus hermanas mayores, lo que consiguió debido a su extraordinario interés en aprender. Si no comprendía correctamente los conocimientos que se le impartían, se cortaba un mechón del cabello, considerando que su cabeza sólo debía hermosearse si primero estaba dotada de conocimiento. Al mismo tiempo, criada en las haciendas de su abuelo, accedió a todo el saber de la época a través de su biblioteca. Estudió a los clásicos griegos y romanos y teología. Con ocho años ganó un libro por una loa compuesta en honor al Santísimo Sacramento. Este talento no debió pasar desapercibido en el entorno social de la época. 

 Algo más tarde, entre los años 1664-65, ingresó a la corte del virrey Antonio Sebastían de Toledo, convirtiéndose en una de las más importantes protegidas de la virreina, Leonor de Carreto. Esta circunstancia le permitió desarrollar su intelecto y escribir sonetos, elegías y poemas fúnebres que fueron muy del gusto de la corte. El apoyo de la nobleza, extraordinariamente útil para Juana Inés, la acompañó a lo largo de toda su vida. 

En la corte del virreinato, uno de los ambientes más cultos e ilustrados, fue examinada por un grupo de los sabios habituales en las tertulias. Teólogos, filósofos, matemáticos, historiadores y humanistas quedaron impresionados por los conocimientos y la habilidad intelectual de la adolescente Juana. 

La joven llama la atención del confesor de los virreyes, Núñez de Miranda, quien, sabiendo que no está interesada por el matrimonio, le propone ingresar en una orden religiosa. 

Primero fue en las Carmelitas, en las que Juana estuvo unos tres meses. Las rígidas condiciones llevaron a la muchacha a enfermar, por lo que posteriormente ingresa en la Orden de San Jerónimo, en donde estuvo hasta el final de su vida. 

Juana Inés escribe y escribe. Su popularidad alcanza un máximo con el Neptuno alegórico, largo texto en prosa conmemorativo de la entrada en la Ciudad de Méjico del nuevo virrey, Tomás de la Cerda. Produce villancicos, versos sacros y profanos, autos sacramentales, comedias… Núñez de 
Miranda, que se había convertido en su confesor, comienza a sentir envidia e ira por el reconocimiento y fama de Sor Juana, y aprovechando su ascendencia sobre ella, le reprocha que se dedique a temas mundanos en vez de a la religión. 

El punto crítico de la carrera profesional de Juana Inés es la publicación de la Carta Athenagórica (que significa carta digna de la sabiduría de Atenea). En ella hace un brillante cuestionamiento del sermón de Antonio de Vieira, un muy conocido predicador, que le vale la publicación de la Carta por el obispo de la ciudad, quien aprovecha para elogiarla, pero al mismo tiempo la conmina a que abandone la literatura y se dedique a la religión. La publicación de la Carta Athenagórica se presenta publicada con otra Carta en la que el obispo utiliza el seudónimo de Sor Filotea, expresando esta alabanza y llamada a la obedencia obispal. Audacia rayana en el límite de lo tolerable para una crítica cualquiera; muchísimo más si proviene de una mujer extraordinariamente versada y buena escritora.

La respuesta de Sor Juana Inés no se hace esperar. Escribe la Respuesta a Sor Filotea, encedido alegato de su libertad personal y de su condición de escritora e intelectual. La Respuesta es una hermosísima batalla literaria en la que Juana utiliza, afiladas y brillantes, todas sus armas: su elocuencia y sus conocimientos. Envuelta en el ropaje de la mejor literatura barroca, Sor Juana Inés se humilla y ensalza al Dios que le ha hecho necesitar conocer, no por afán de sabiduría, sino por minorar la ignorancia en la que afirma estar instalada. Trae a colación a todas las mujeres de la historia religiosa que han sido ilustradas y reconocidas por sus logros intelectuales para apoyarse; hace un recorrido autobiográfico en el que señala que ella no puede ser de otra manera, que imperiosamente precisa conocer desde que tiene uso de razón. Y que las veces que ha sido privada de sus estudios temporalmente por alguna superiora, con el mismo argumento que utiliza el obispo en su Carta, no han servido más que para que obtuviera el conocimiento de cualquier circunstancia cotidiana que la rodeaba.

Las figuras geométricas que trazaban los alfileres de las niñas que jugaban cerca de ella al caer. La diferente facilidad al mezclarse una yema de huevo con leche o con harina mientras trabajaba en la cocina. Los círculos concéntricos que dibujaban los trompos… cualquier cosa le servía para aprender, la vida eran sus libros cuando no podía estar cerca de ellos. 

Todos los textos en verso y prosa de Sor Juana Inés de la Cruz están disponibles en Internet, pero quizá el que más pistas nos proporciona sobre su vida y personalidad, el papel que desempeñó y su condición de pionera en la defensa de los derechos de las mujeres es esta Respuesta a Sor Filotea, que podemos considerar una proto-Carta Magna de los derechos de las mujeres. Merece la pena su lectura detallada. 

No obstante, Sor Juana está comprometida. Es en realidad una escritora descubierta, protegida en un convento, único lugar en donde puede hallar el sosiego y el material que precisa para alimentar su intelecto. No es una persona con una gran vocación religiosa. Y en aquella época la línea que separaba la santidad de la herejía era muy fina y los castigos por traspasarla, terribles.

A pesar de que continúa escribiendo, estudiando astronomía, realizando tertulias en su celda e incluso preparando excelentes recetarios de cocina, está afectada de tifus desde los años 71-72. Hacia el final de su vida, quizá por la mezcla de temor con el que sin duda vivía y su latente enfermedad, cede a lo que desde hace años se le pedía: abandona sus estudios y vende su biblioteca personal y sus instrumentos. Fallece en el año 1695 víctima de una epidemia que se declara en el convento, presa fácil debido a su salud debilitada por el tifus desde tiempo atrás. 

Pocos meses antes de fallecer, quizá previendo el desenlace final, escribe una confesión general en el Libro de Confesiones del Convento de San Jerónimo, que firma de la siguiente manera: “He sido y soy la peor que ha habido. A todos pido perdón por amor de Dios y de su madre. Yo, la peor del 
mundo, Juana Inés de la Cruz”. Sabemos que hasta su muerte estuvo presionada para abandonar los estudios; no sabemos hasta qué punto la sospecha de no ser lo suficientemente religiosa la inspiró.

A su muerte dejó 180 volúmenes de obras selectas. Ha sido revalorizada por los escritores de la generación del 27 y estudiada por Octavio Paz en su ensayo Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, que ha servido de base para la película Yo, la peor de todas
 
De lo que sí tenemos certeza es que fue un extraordinario talento, una de las mejores escritoras de habla hispana que jamás hayan existido y que tuvo que superar el gigantesco obstáculo de hacerse carne en un cuerpo femenino. Una circunstancia de plena actualidad. 

 

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PostNavidad

Voy a definir una sensación por la que nos deslizamos durante casi todo el mes de enero, contraria a la cuesta que nos lleva a la cima de febrero: la PostNavidad.

La PostNavidad es seguir comiendo dulces, porque han quedado y porque nos recuerdan esos días en que no había prisa por levantarse temprano a la mañana siguiente. Es olvidarse de retirar los adornos, en inconsciente rebeldía, porque son brillantes y alegres y no queremos quitar una pizca de eso. Es «descambiar» los regalos con tiempo y elegir lo que nos gusta en lugar de lo que nos han regalado. Es ir de rebajas, los verdaderos Reyes para algunas personas. Es comprobar que varios centros comerciales de tu barrio tampoco han quitado los adornos de Navidad. Es ver que, para hacer algo más de caja, los carruseles y atracciones para los niños permanecen más días.

No es una reacción como el síndrome PostVacacional, sino una prologación de un estado, de un sentimiento. Y es también con frecuencia un periodo para hacer viajes y escapar del frío, uniendo algunos días de vacaciones a los de las fiestas. Es toda una celebración del solsticio de invierno, de que hemos llegado a él con alimentos y calor para pasarlo sin penalidades. Es un estado que prepara para la llegada de la primavera. Poco a poco, los días van siendo un poquito más largos y sin que nos demos cuenta, nos la damos. En realidad, es una pendiente que nos deja, tras pasar rachas de frío, porque ya no es frío el invierno todo sino sólo a rachas, en la estación del principio, donde la luz llama a la vida y la despierta, donde todo vuelve a empezar un nuevo ciclo, y nosotros, trocito de todo, también la empezamos.

De la PostNavidad a la PrePrimavera… sí, en algún momento desaparecen los adornos. Se han dado casos, no obstante, en los que persisten en sus lugares hasta el año siguiente. Se cambian por flores y plantas habitualmente.

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Reflexiones de Carmen Martín Gaite

Estas vacaciones de invierno he podido hacer muchas cosas, de esas que no da tiempo habitualmente. Bagatelas extras como guardar libros para dejar espacio, hacer limpieza de peluches para dejarlos después en el mismo sitio (¿Cuántos peluches tengo? ¿35? ¿42? No lo sé, bastantes, todos muy queridos), coser todas esas pequeñas cosas que miramos cuando volvemos de nuestro quejacer -no es un error- en el exterior, con el rabillo del ojo, y que amenazan ruptura con el orden establecido -alfombras de pie de cama, gorros de lana para el frío, sietes en pantalones, etc. Tonterías sin las que no es posible vivir de forma medio ordenada y cómoda en una casa.

Entre los huecos, como siempre, pude leer. ¡Pude leer! Y bastante, en fin, un lujo. Es un asco lo bien educada que he sido y lo responsable que me he vuelto. Sí que estoy continuamente recordando a quienes viven conmigo que asuman tareas, pero me pasa lo mismo que con los niños pequeños: se valen de que se pierde más tiempo -cuando hay poco- recordándoles sus obligaciones que supliéndoles. Y me aburro de oirme decir que no soy mi madre, que la casa no es mi obligación… pero el caso es que pierdo tiempo para mí, igualmente. Un día cojo la puerta… (estribillo de la canción que cantaban nuestras madres y algunas de nuestras abuelas). La misma que sigo cantando yo, de momento, solamente.

Y pude leer las muchísimas reflexiones de Carmen Martín Gaite, en un libro llamado «Cuaderno de todo», que es eso mismo, una selección de todos los cuadernos que dejó escritos al morir.

Como muchos escritores, tenía cerca siempre un cuaderno en el que iba apuntando lo que serían aportes para diversos libros y artículos, pero también reflexiones que se hacía a sí misma. Creo que sobre todo reflexionaba y todas las reflexiones las apuntaba. Son detalladas, prolijas. Agotan todas las posibilidades de sus propias argumentaciones en cada momento analizando los pensamientos que las generan. Se retuercen y buscan una salida, y solamente entonces, finalizan los párrafos. No es, evidentemente, un libro escrito para ningún lector. No busca tampoco Carmen un interlocutor. Es un libro para sí misma. Para leerse. Para aclararse. Un universo terapéuticamente escrito, pero reconocible en sus obras para los lectores.

Me sorprendió encontrarme con ello. Daba la impresión de que tenía una cierta obsesión por escribirlo todo. Un algo así como «lo escrito es lo que vale» o «si no está escrito se lo lleva el viento», premisas que forman parte de una educación libresca y enciclopédica en la que mi generación y la suya se educaron de lleno. Y me sorprendió porque ya no se escribe así. Ya no escribimos todo, ni reflexionamos sobre todo y menos con esa profundidad. Ya en época de Carmen Martín Gaite era complicado tener tiempo para pensar y escribir, pero esperábamos y lo íbamos haciendo. Estábamos acostumbrados a leer mucho, larguísimos textos, y no nos desesperábamos si tardábamos un poco en terminarlos. A veces hasta era interesante, bueno y necesario para poder comunicar, contar o describir hechos. Y pensábamos que prevalecía, largamente, lo escrito sobre lo contado. Que así era la cultura. Pero ya no. Nos cansamos de leer textos de más de una carilla de folio, y de no encontrar un resumen pronto, cuando muchas veces no es posible o no es lo mismo un pequeño resumen que un buen relato o una descripción adecuada. Frases breves, párrafos muy cortos, no importa si no están bien construidos sintácticamente, porque nadie lo va a notar. En fin, no voy a ponerme a defender ahora una escritura decimonónica plagada de oraciones subordinadas y profusamente adjetivada, pero es hermoso, reconfortante, poder leer algo escrito por alguien que creía en la palabra escrita. Martín Gaite me llevó a crear mis propias imágenes, mis propios pensamientos acerca de los suyos, algo que siempre odié cuando en una película o en un resumen intentaron darme hecho. Me son muy familiares sus divagaciones y la forma de traerlas fuera de sí.

Son reflexiones valiosas, curiosas, repetidas de diferentes maneras, en distintos momentos a lo largo de los años y utilizadas en sus obras. No son reflexiones poéticas, sino de una gran practicidad en su mayoría. Los sentimientos se entreveran de racionalidad y asoman, poderosos pero domados. Tan fuertes que tenían que ser controlados por la razón, parece. Hay quien opta por darles rienda suelta y expresarlos, pero no parece el caso de Martín Gaite.

En cuanto a mi propia reflexión sobre su lectura, toca a su fin, no sin que antes me proponga llevar un pequeño cuadernito en el bolso -cuántas veces lo habré pensando, alguno habrá por ahí- pero y sobre todo, que también me lleve a escribir en este blog que no siempre llevo encima todo lo que, más largamente, deseo crear, relatar y compartir. Muchas gracias por el pinchacito que me has dado con tus «Cuadernos», Carmen.

 

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VAIANA

Hacía muchísimo que no veía una peli de dibujos de Disney. La presentación con el castillo de Disneylandia, muy mejorada, me transportó inmediatamente a esos domingos en los que esperaba impaciente la primera hora de la tarde, en la que se emitían los programas de Disney. Si comenzaba con castillo, había dibujos y si no, película. Así que el castillo representaba toda la diversión para mí. Y ahí estaba de nuevo.

Tan importante fue el mundo Disney y sus dibujos en mi infancia, en la que vi apasionadamente todas las películas, aterrorizándome con la borrachera de Dumbo y sus «ánimas del terror» y las representaciones de Fantasía, en la que me tragué todas las princesas y viví todas las historias y relatos clásicos, adorando a los protagonistas animales, tan cercanos y reales como los que tenía, cuidaba y quería en casa de mis padres, tan importante, que me hizo rezar -no me obligaban afortunadamente a rezar por las noches y no solía rezar nunca por nadie de motu propio- por Walt Disney cuando enfermó, durante muchas noches.

Agarrada a mi burrito de peluche Perico me tapaba con las sábanas y rezaba y rezaba hasta quedarme dormida: «por Walt Disney, por Walt Disney, por Walt Disney…» No quería que muriera, quería que siempre estuviera haciendo dibujos… y cuando finalmente murió, seguí rezando para que fuera al cielo, para que no nos dejara desde allí y para que resucitase luego, porque para eso le habían congelado.

Ayer pensé que mucha gente menuda habría hecho lo mismo que yo a mis cinco años. Que por eso, finalmente, se nos escuchó. Y aunque ahora adultos sepamos quién era ese señor que hacía esos dibujos sin los que no podíamos vivir de pequeños, es magia que podamos verlos, nosotros, nuestros hijos, nuestros nietos…

Y es magia también que los argumentos Disney se hayan ido transformando para neutralizar lo que sembraron en nuestra generación. Las películas de princesas se han ido transformando poco a poco y podemos decir que rotundamente desde Vaiana, en tramas de acción con protagonistas femeninos. Ya no son una ni dos, y en este sentido, Vaiana es un pasito más, pero decidido, hacia delante.

Vaiana es descendiente de generaciones de navegantes, sintiendo desde pequeña una atracción irresistible, sin saber por qué, por atravesar el océano e investigar «más allá de los arrecifes». Es también la hija del jefe y está destinada a dirigir a su pueblo.

La isla en la que pacíficamente viven se está deteriorando, pero su padre no quiere arriesgarse a abandonarla. Ni siquiera para buscar recursos de pesca.

Gracias a su abuela, Vaiana descubre los barcos que trajeron a su gente a la isla hace muchos años y recuerda lo que realmente es. También recuerda la leyenda largamente transmitida a los niños en forma de cuento, de un héroe, semidiós, que ofreció al ser humano la agricultura, el fuego, la caza… pero que, deseoso de convertirse en el más poderoso, aclamado y temido, robó a la tierra su poder generador de vida. Este semidiós es Maui, que se convertirá, con demasiada indulgencia aún por parte de los guionistas, en coprotagonista del filme. Mi elección hubiera sido convertirle en un personaje aún más secundario, pero quizá de esta manera sea más útil porque su forma de comportarse, típica de los roles de género masculinos, es explícitamente ridiculizada en la película, con mucha habilidad además.

Es curioso ver cómo Maui reúne todas las características de los semidioses clásicos: es arrogante, fanfarrón, embaucador y ególatra, aunque su presencia, causante de la progresiva y lenta muerte de la tierra, se considera necesaria por esa «ayuda extra» que el ser humano ha parecido necesitar desde antes de que tuviéramos registros escritos, para alcanzar sus mayores y primeros logros tecnológicos.

Vaiana, muy pequeñita, había sido elegida por el océano para cumplir la misión de enfrentarse con Maui y exigirle que devolviera a la tierra su poder generador primigenio. Su abuela igualmente se lo recuerda y le entrega el símbolo de ese poder, que ella deberá portar hasta Maui y él a su vez, a la tierra primigenia, por mandato de Vaiana en nombre de su pueblo.

Esta difícil misión es intentada por un personaje alejado del comportamiento típico de un héroe. Vaiana no lo sabe todo, no está segura de todo, no siempre es fuerte y a veces, está desorientada, se duele de su falta de conocimientos como navegante y de sus limitaciones como persona. Y tambien llora, y no pasa nada porque un ser humano llore. Pero aún así, está segura de que tiene que intentar salvar a su pueblo. Es tenaz, valiente, y va salvando las dificultades y adquiriendo un conocimiento que le ha sido negado, robado. Maui le enseña a regañadientes el arte de la navegación, y el tesón y la confianza en sí misma que posee un personaje empoderado, la lleva a cumplir su objetivo.

No queda muy claro si Maui ha comprendido su error; queremos pensar que sí, y que desiste de acaparar todo el poder del mundo, motor central de toda actuación patriarcal. Ya sabemos que en la realidad no es así.

Pero Vaiana se guía por el corazón y una equilibrada razón, motivaciones bien diferentes. Devuelve el espíritu aventurero y navegante a su gente y aleja el miedo a la muerte de todos los recursos naturales. Ojalá pudiera hacerlo en el mundo real. Ojalá Vaiana neutralice al menos ese notorio retroceso en reconocimiento de la desigualdad de género en el que actualmente vivimos y sea visto por muchas niñas y niños, por todos, como modelo de liderazgo. Ojalá yo hubiera podido tener al menos una referencia a un personaje femenino parecido a éste en mi infancia.

En cuanto a los dibujos son mejores cada vez, con efectos espectaculares. Hay trozos de contraste entre dibujos tipo 3D en primer plano (personajes) y dibujos «dibujos»(fondos con escenas de pinturas rupestres de navegación, de adoración, de animales en movimiento) muy originales. También un guiño al gran Sebastián de La Sirenita, el mejor cangrejo musical de la animación, y otra seña al surrealismo tradicional de muchos pasajes de películas de Disney, a cargo del mismo cangrejo de caparazón recubierto de piezas de oro.

La historia y las tradiciones están tratadas fiel y respetuosamente. Los personajes, especialmente Vaiana, tienen una figura y proporciones realistas. No olvidemos que Vaiana no es un personaje blanco ni occidental aunque inevitablemente su historia esté contada y adaptada a nosotros.

En resumen, muy hermosa y valiosa película, para ver más de una vez. Seguiremos la evolución de los dibujos Disney, que no van a dejarnos en bastantes generaciones.

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¡Parto rauda!

Eso debió pensar mi hija. No esperó un solo día más de las 36 semanas que el protocolo recomienda. Llegó rotunda y veloz.

Yo asistía durante ese tiempo al espectáculo que la precedía con curiosidad. Mi cuerpo se convirtió en un gran teatro y yo en su privilegiado público.

Al principio… ¡Qué náuseas, qué mareos mañaneros! Ahí va… ¡pero si no estoy teniendo la regla! A ver si va a ser que…

Sí, era.  Y me puse contenta, porque deseaba embarazarme. Me había informado de todo lo que era bueno hacer. Compré libros sobre embarazos y bebés y asistí a los cursos preparatorios que daban en la seguridad social para aprender a respirar. Además, tenía por consejeras a todas las bienintencionadas compañeras de trabajo que me asesoraban de las probables dificultades que me encontraría. ¿Qué podía faltarme?

-Ponte medias gordas, que si no se te van a hacer varices. A mi hermana…

-Y calambres, ten cuidado con los calambres al final…

-Si viene de nalgas, seguramente te hacen cesárea…

-Mi prima estuvo dos días de parto. Casi se deshidrata la criatura…

-Pues a mí mi ginecólogo me lo adelantó para poder atenderme él. Te ponen unas inyecciones…

-Luego se te quedan unas estrías…

Claro, que nada de esto tenía por qué pasarme a mí. El caso es que después de escucharlas, durante muchos días, se hacía difícil comprender la supervivencia de la especie humana.

Hasta casi cinco meses no se me empezó a notar hacia el exterior el abultamiento de mi vientre. Ya no vomitaba, al contrario, tenía buen apetito y tragaba cantidades considerables de hígado de ternera, que me apetecía extraordinariamente, y dulces. Los antojos, ya sabéis. Será que el cuerpo necesita algún tipo de sustancia, se dice, y sabiamente lo busca en los alimentos.

Adopté un ficus, y a partir de ahí y hasta ahora, me hice madre de multitud de plantas. Hasta entonces, las plantas y flores caseras me habían producido un cierto asco. Identificaba geranios, pelargonios, rosales y petunias con desagradables depósitos de insectos. Y con una madre en bata de boatiné regándolas, una hermana polinizando con pincelitos unas petunias de las que salían híbridos monstruosos y un hermano que capturaba cruelmente los insectos que se refugiaban en las macetas para ahogarlos, quitarles las patas o quemarles las alas. ¿Por qué superé todo esto con el embarazo? No se sabe. La cencia no lo esplica. El caso es que yo he convertiddo todas las casas en las que he vivido en pequeños jardines en las que los vegetales han crecido contentos y simpáticos. Un antojo, desde luego, pero permanente.

No recuerdo bien en qué momento noté una culebrilla en mi vientre. Sí que me emocionó y, al mismo tiempo, ajenez de esa cosa, ese ser, ese alien que vivía en mi interior. Aprendí a estar atenta para sentirlo y me maravillaba. Al mismo tiempo, me sentía recipiente y vasija. Es muy curioso saberse persona y al mismo tiempo, incubadora. Y es hermoso no caer en el estúpido error de intentar controlar la vida que llega y sale de tí, como un hilo que atraviesa la perla de un collar. Sin embargo, era molesto porque sucedía muchas veces al día.

Mi tripa era ya un gran pandero, tenso y pesado. Lo que antes eran vibraciones se convirtieron en golpes y en bultos que se veían con claridad debajo de la piel. Los tocaba intentando adivinar si era una rodilla, un piececito o la cabeza. ¡Pum, pum! hacía la criatura. ¡Qué revoltosa!

Algunas veces, dolían bastante y tardaban en desaparecer. Según los médicos, todo iba perfectamente, así que yo no me preocupaba por nada. Mi proa me precedía y luego iba yo. Yo sí, porque yo insistía en ser yo aunque los demás me contemplaban más como depósito que como ser humano. Estoy aquí, insistía. Sigo pensando, leyendo, escribiendo… vamos, que esto que llevo aquí es una persona y yo otra -decía sin palabras a todo aquél que se quedaba pasmado mirando mi enorme vientre. Porque yo seguía siendo igual de delgadita que siempre. Pero mi tripa no, casi me hacía caerme hacia delante. Si se me miraba por detrás, no se advertía ningún cambio en mí. Pero si se me veía de lado, parecía que me hubiera tragado el mundo. Alguna vez me divertí mucho viendo cómo cambiaba la expresión de una persona que iba detrás mío y luego me sobrepasaba. Parecía como si se sintiera víctima de un engaño, je je je..

Dormir de lado, con una almohada entre las piernas, ir a hacer pis muchísimas veces al día, tener que dar masaje en una tripa que duele por tanta tensión, sentirse torpe como un globo inflado, no poder sentarse durante mucho tiempo en una postura… y continuar trabajando como si no te pasara nada. Es muy difícil. Hay que callar y aguantar mucho, pero es así como nos educaron. Si no, sería imposible sobrellevar el embarazo en un entorno de trabajo normal. Y eso, si no hay algún tipo de complicación, por pequeña que sea.

Querría ver yo a alguien de los que nacieron sin útero en estas circunstancias. Tendríamos establecidos periodos de descanso, masajes y ralentización de nuestras tareas sin sentirnos culpables por ello. Buen reto incluir estas cuestiones en los convenios.

-¡Ay! -bajito. Contracción ocasional disimulada. -¡Ay, ay, ay! -contracciones cada vez más frecuentes, disimuladas también. Tenía que parar lo que estuviera haciendo y ¡buff, buff, buff! respirar y esperar a que pasara. Mientras tanto, seguía andando mucho, como siempre he hecho, y nadando lo que podía, porque me gustaba y me sentía muy bien en el agua, flotando y pesando menos.

Y así llegamos a la penúltima revisión. Es un jueves a las 18h. El médico me cita para el martes de la semana que viene para una última prueba antes del parto, de cuyo nombre no quiero acordarme. Y regreso a casa.

-Hay agua por el pasillo -digo. -Qué raro-.

Noto una contracción; una más de las que he ido teniendo en estas semanas. Al rato, me levanto del sofá y veo que me he hecho un poco de pis. Voy al baño y suelto una especie de moco con algo de sangre al limpiarme. Me asusto y llamo al médico. Son las 20h.del jueves.

-Me pasa esto -le digo.

-No se preocupe -ordena severo. -Eso es el tapón mucoso, señal de que el embarazo ha llegado a su término. Nos vemos el martes, en consulta.

Pienso que soy tonta. Preocupaciones de primeriza, ¡bobadas! Me parace además que soy culpable por no saber que debería saber lo que no sé con tanto libro y tanta preparación. Cuelgo, y me da un calambrazo en el vientre que me dobla. No hago caso. Hasta el martes, ha dicho el médico.

Me vuelvo a sentar y ahora es un río lo que tengo entre las piernas. Las contracciones se están haciendo tan frecuentes como que he tenido tres en la última media hora. Reacciono, y pese a las indicaciones del médico, partida de dolor y sin casi poderme vestir, le digo al padre de mi hija que coja lo que tengamos a mano, que nos vamos ya, que no quiero esperar más en casa, aunque lo que me esté pasando sea un amago de primeriza y aún no esté de parto.

Y así, aterrorizada por no comprender qué me pasaba, dolorida sin casi poder moverme, confusa y culpable, llegué al hospital. Eran las 24h. del 18 de agosto. El diezmado personal del hospital atendía un parto de mellizos y me hicieron esperar en el recibidor mientras me tomaban los datos, a los que casi no podía responder porque ya no tenía control sobre mi persona. Las fuertísimas contracciones me hacían encogerme y gritar, y yo grito muy alto, muy agudo y muy potente. Pero me obligaban a responder a la toma de datos. Las recepcionistas se esforzaban en decirme que por favor, me callara. Y yo les contestaba, irritada además por su actitud, que no podía, que me dolía muchísimo.

Noté que se aprovechaban de mi debilidad para intentar manipularme. Que no escandalizara, lo primero. Que esperara, lo segundo. Y yo sentía cómo aquél rato, para el que tanto me había preparado, que tanto había idealizado, se escapaba completamente de mi asimilación y mi control. Era tan ajeno a mí como si estuviera pasándole a otra persona.

Doblada y sin desvestirme, me pasaron a la sala con camilla. Una enfermera comprobó que estaba de pleno parto y con una dilatación de más de 5 cm. La escuché entre alarido y alarido. Entonces, como según ella ya se le veía la cabecita a la criatura, me dijo que iba a intentar cogerla y tirar, para que saliera. Metió toda la mano por mi vulva y tiró. Me solté de las correas con las que me habían sujetado del tirón que dí y me debieron oir hasta la Moncloa. La enfermera seguía pidiéndome que no gritara. Casi la muerdo de rabia y de dolor. ¡Imbécil! Pero ¿cómo me puede usted decir que no grite? Imposible sentir más dolor sin perder la conciencia.

Vino el médico, que ya había terminado con los mellizos, escandalizado por mis gritos. Miró mi expediente y me dijo que no iban a dejarme empujar por mi miopía, que iban a usar anestesia general. Yo no podía más que llorar, allí abierta de piernas, sin dignidad, ordenada, dirigida y regañada. Me volvieron a sujetar los brazos y me pincharon. Noté cómo me dormía. Noté cómo me tocaban y me separaban más las piernas y me salió un quejido largo y hondo. La voz del médico en off decía: «cómo debe de dolerle, aún con la anestesia se queja…» ¿O era yo pensándolo?

Cuando desperté no me dolía nada. Llegó al quirófano el padre de mi hija, al que no habían dejado entrar, y me dijo que el bebé estaba muy bien, que era una niña -no había querido saber su sexo durante el embarazo-y que la habían llevado a una incubadora, en parte porque venía muy justita con el tiempo del embarazo y en parte porque no habíamos tenido tiempo de coger su ropita. Ahora él ya la había traído. Me dijo que estaba muy coloradita y muy enfadada, pero que era muy bonita. La vería por la mañana.

Yo, bajo los efectos todavía de la anestesia, me dormí pensando en que no quería que estuviera desnudita y pasara frío. Me entristecí, porque que ese parto que había imaginado, dirigido por mí, con un final esforzado pero feliz en que un bebé llegaba a mí y reposaba sobre mi vientre después de nacer, no había tenido nada que ver con la realidad. Imaginé su carita redonda y sus ojitos claros. Tendría pelusita rubia. Me alegré y me dormí.

A la mañana siguiente, yo expectante, me trajeron una criatura pequeñísima, muy roja y muy morena. Con tanto pelo que le llegaba casi a los ojos. No era rubita, no, ni tenía pelusilla ni los ojos claros. Nada que ver con esa herencia genética cuya reproducción esperaba, ni con los miles de anuncios de pañales, alimentos, ropita y complementos de bebé que había estado viendo en los últimos meses.

Sin embargo era perfecta. Preciosa era poco. Unas manitas que se agarraban a mi dedo con fuerza, uñitas casi hasta largas. Una carita con una boquita de muñeca… me quedé embelesada mirándola. Entonces, abrió los ojos despacio y me miró. Tranquila. Pacífica. Miró también al techo y alrededor suyo. Después, los cerró para descansar. Había hecho un gran esfuerzo.

La enfermera que ahora estaba conmigo consideró que ya estaba bien y rompió este primer instante mágico para ponérmela al pecho. Yo, toda nerviosa, intenté darme prisa para hacer lo que se suponía que tenía que hacer porque si no, la leche no iba a subir. Al final, tras una tenaz lucha, la niña lo consiguió y estuvo mamando un poquito. No tenía mucha hambre, la verdad.

Luego, me la quitó y la puso en una cunita a mi lado. Era una cunita linda, una cigüeñita en cuya tripa dormía mi hija.

Tuve ocasión de ver de nuevo al médico que me atendió, el mismo que me había ordenado a las 20h. del jueves que esperara en mi casa hasta el martes, para hacer la prueba. En la revisión del día siguiente, mostrándole mi vulva, tumbada y abierta le dije:

-Bueno, vaya tapón mucoso ¿eh? Como que a las ocho de ayer me dice usted que espere al martes siguiente y a las doce y media nace mi hija…

Sorprendido y serio, me dijo: (ahora, qué gracioso, cómo se nota que él no va a parir nunca) -Señora, hay partos que son así. No es lo corriente, sobre todo en primerizas, pero suceden inmediatamente después de la pérdida del tapón y se desarrollan en muy poco tiempo… ¿Y por qué no me lo dice? Yo, con tanta literatura, no había leído que podían producirse partos rápidos y en principio sencillos… ni me lo habían contado mis angelicales compañeras de trabajo.

Más tarde volvió la enfermera, despertó a la niña, que estaba tan a gusto, para enseñarme cómo lavarla. Yo me levanto obediente, me mareo, pero me aguanto. Pechos doloridos, hinchados. Espalda dolorida. Puntos tirantes. Sólo me podía sentar con un flotador para no tocar el asiento con mi vulva herida. Pero hay que aprender.

La cogió con una sola mano mientras le lavaba con una esponja y agua tibia con la otra. La secó, la dio la vuelta como quien maneja a un conejito y volvió a lavar su espalda. Mi hija lloraba y yo miraba aterrada pensando en que la enfermera lo hacía tan deprisa y con tanta mecanicidad, que era como si tuviera un muñeco en lugar de un ser vivo. Pero hay que aprender. No se me olvidará que, viéndome en ese torbellino de experiencias dolorosas, confusa aunque intentando poner mi atención en lo que me decía, me soltó que la niña era monísima aunque pequeñita ¡Parecía una ratita! Pero hay que aguantar. Era un elogio y yo no tenía ganas ni fuerzas de responderla. Más teniendo en cuenta que se ocupaba de mi hija estos días. No fuera a ser que, sin querer, la ratita se le escurriera y cayera al suelo.

La vistió y me la dio para mamar de nuevo. Como no se alimentaba mucho, el médico me dijo que empezara a darle biberones también, porque no quería que perdiera peso. Era pequeñita, pesaba 2,600 gramos, con lo que yo no podía presumir de niño grande y gordo, tópico habitual también de mis compañeras de trabajo. El suyo pesó 5kg. al nacer. El de la otra, 6. Otra más, 4,5. Parecía que hablaban de piezas de carne. En realidad, hay mucho de carne en estos momentos. Carne grande yo, trocito de carne ella. Era el resumen de toda la historia, lo real, lo concreto, lo que no se puede eludir, lo único que en ese momento éramos la una para la otra. No nos entendíamos, no nos conocíamos, no nos queríamos. Ella me necesitaba como carne solamente y yo sólo podía ver en ella un trocito de carne, ajeno, precioso. Eso era todo.

¿Eso era todo? ¿Esa era la gran experiencia de tener un hijo por la que yo había querido pasar, pensando que sin eso la vida no estaba vivida de verdad? ¿No tenía yo instinto maternal? ¿No salían las cosas rodadas, de forma espontánea? Me había metido en un berenjenal con un trocito de carne que me necesitaba y del que me sentía absolutamente responsable sin saber qué hacer con él. Estaba llena de trabajo nuevo y dolores. Y no tenía muchas fuerzas. Me mareaba y me sentía triste cuando veía esa cabecita de pelo oscuro y ese paquetito de carne durmiendo casi siempre.

No sé muy bien cuándo empezó a cambiar todo. Mi paquetito de carne comía, dormía mucho, tenía cólicos y volvía a dormir. Yo también, cuando ella me dejaba. En algún momento entre cólico y cólico empecé a cantarle. Ella empezó a seguirme con los ojos y a mover la boquita, imitándome. Yo la miraba. Tan bonita. Un dia sonrió. Luego, sonrió más y más. Balbuceaba y gorjeaba muy contenta cuando le cantaba y le hablaba. Empezamos a ser ella y yo. Empecé a quererla y ella empezó a conocerme.

Y aunque esto ya es otra muy hermosa historia, grande, fuerte y larga, para contar aparte, válgame decir que tenerla ha sido lo más valioso, lo mejor, lo más gratificante y hermoso que me ha sucedido en la vida. Y me han pasado  otras muchas cosas muy hermosas y muy gratificantes, también.

Esta es la historia de mi embarazo y mi parto. Me sirvió para darme cuenta de la enorme desconexión de nosotras mismas con la que se vive este acontecimiento. Lo medicalizado y rígidamente marcado que está, y lo alejados que estamos de un hecho natural que forma parte de la vida. Nos esforzamos por aprender comportamientos, por acumular sabiduría para afrontar un trance que imaginamos doloroso cuando no vamos a poder vivirlo como deberíamos. Yo estoy segura de que me hubiera ido bien un parto en el que poder andar, sentarme, acuclillarme y moverme para dar a luz, fuera cual fuese el tiempo que tardara.

Si habéis visto algún animal parir, ellas buscan un lugar íntimo y apartado. No tienen ideas preconcebidas sobre si va a ser doloroso o no, lo afrontan sin prejuicios. Se esfuerzan, trabajan, jadean, se cansan y sacan a sus criaturas con ese conocimiento ancestral que nosotras tenemos escondido y olvidado. En el momento apropiado, ellas saben todo y lo mejor que tienen que hacer. Sólo necesitan que se las deje hacerlo a su manera.

¿Por qué no permitimos que ese saber aflore y fluya cuando lo necesitamos? Vale para todas las situaciones vitales, no sólo para parir y criar criaturas. La ciencia lo desprecia, lo tapa. Dicen que así se salvan muchas más vidas y que eso justifica desapegarse de esa forma de conocimiento. Que la ciencia es más sabia y más valiosa. Por eso también organiza, dirige y manipula la vida misma. Yo, personalmente, no creo en la superioridad del conocimiento científico. Sí en su complementariedad y en la potenciación de nuestro verdadero conocimiento, el que ya tenemos, el que la poseemos.

También hubiera querido saber que en la mayoría de casos, cuando damos a luz, se nos descuelga la vegija y comenzamos a tener pérdidas de orina, más cuantos más hijos tenemos. Requiere una pequeña corrección que los médicos no mencionan, pero que debería formar parte de la rutina después de parir. Esto por poner un ejemplo, solamente.

Quisiera que todas las mujeres escribieran sus partos. Sus historias, como acto reivindicativo. La literatura no tiene relatos de partos porque no los considera dignos de ser contados. Contémoslos. Hagamos un libro de ellos. Son parte de la historia de la humanidad, más importantes que ninguna batalla, que ninguna conquista y nuestra mejor victoria.

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Por qué no soy vegana

Porque me da la gana, podía yo contestarme sin más. Pero no, es con más. Más explicaciones que no son triviales y que me quiero dar.

Quien me conoce sabe que hablo con los compañeros no humanos de este planeta desde que tengo uso de razón. Son mis amigos, todos aquellos con los que trato. A lo largo de mi vida he tenido amigos perros, gatos, caballos, ratones, caracoles, cangrejos… pero también he tenido amigos vegetales. Uno de los mejores en la actualidad es la gran garrofera que me acoge con sus robustos brazos. Le hago gracia con esa capacidad de ir de un lado a otro que a ella le marea. Le puedo contar todas mis preocupaciones y ella las absorbe mientras la abrazo sin conseguir abarcar su gruesísimo y retorcido tronco. Un día, hasta le regalé un bocadillo de tortilla de gambas disuelto en agua para que lo pudiera saborear. Le encantó. Ella y sus más pequeños compañeros lechugas, zanahorias, puerros, escuchan y sienten, sólo que no tienen esos ojos y esos nervios que les hacen parecerse más a los otros amigos.

Sin embargo, no todos los animales y vegetales son amigos míos, igual que no lo son todos los humanos. La mayoría me son indiferentes y desconocidos. Y lo cierto es que tengo que sobrevivir. Mis amigos vegetarianos y veganos siempre han insistido en lo malo que es consumir la energía de los animales y lo saludable que es la de los vegetales. Y cargados de razón y motivos éticos, me intentan convencer para que no tome productos animales. Llenos de hormonas, de grasas saturadas y de sistemas nerviosos sintientes como los nuestros. Claro que siempre lo dicen, todos ellos, con la mirada de ese tanto por ciento pequeñísimo de personas privilegiadas que escogen cada día lo que quieren comer. Personas alejadas de ese mundo del que se nutren y al que manipulan para alimentarse. Siempre me parecieron un poco inconscientes. Si tuviéramos todos que sobrevivir a base de lo que cultivamos o cazamos, seguramente que daríamos gracias cada vez que tuviéramos que tomar la vida de otro, animal o vegetal, para poder continuar con la nuestra. Sería un ritual de respeto, agradecimiento y renovación. Similar al de los cristianos cuando consumen el cuerpo de Cristo, es el ejemplo que se ve viene a la cabeza.

Es cierto que nuestro organismo no es el de un carnívoro, pero también lo es que se resiente de tomar solamente vegetales, que sienten y padecen aunque nos sea más dificil entenderlos. Nuestros amigos son muchas veces carnívoros y cazan para sobrevivir, matan a otros animales y así les amamos. Bueno, conozco a una familia de veganos que incluso a sus gatos les dan pienso hecho con vegetales, No creo que sea nada bueno.

Yo no me comería a mis amigos. Pero yo misma, si me encontrara en situación de necesidad, como, por ejemplo, en esos accidentes aéreos donde mueren muchas personas y sobreviven algunas que esperan rescate, no dudaría en tomar la energía que aún quedara en los cuerpos de las personas que han sido amigas mías. Creo que no haría ningún drama ni tendría ningún conflicto de ningún tipo. La elección está hecha desde ahora.

Las carnes llevan hormonas, los vegetales abonos e insecticidas. Llega hasta nosotros una gran gama de productos para alimentarnos, tan enorme que nos sobra. ¿Qué relación tenemos con esa zanahoria que ponemos en el guiso?¿Y con esa chuleta de cordero? Ninguna, nada.

Así que, aún a riesgo de que algún amiga/o vegano se enfade conmigo, cuento esto que ya he contado a algunos de ellos. Solamente en situaciones límite parece que nos damos cuenta de esa especie de gazmoñería androcentrista de la que creo que tenemos que desprendernos. Y con mucha timidez y un sentimiento confuso entre la admiración y la culpa que me hace considerar a mis amigos veganos como seres superiores capaces de una doctrina y un sacrificio del que no soy capaz, les dedico este pequeño pero honrado y valiente artículo.

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Catarro

¡Estoy flojita! Este catarro

me ha dejado los pies de barro.

Se me aplastan y se me pegan

a los senderos y las veredas.

Y levantarlos pesa un quintal,

o para el caso, un quincual.

¡Ay, la que andaba tantos kilómetros

por esos montes saltando troncos!

No importa rabia, ni rebeldía

o que yo tenga otras manías.

Que me haga fuerte,

que quede inerte,

que tome pastillas

o ensaladillas.

Estos bichitos hacen turismo

y se pasean por mi organismo.

¡Un catarrito sin importancia!

¡Una minucia, no pasa nada!

Un acerico es ahora

esta idolilla que llora

porque mirando de arriba a abajo

ha visto que tiene los pies de barro.

 

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Alicia y Celia.

Acabo de releer Alicia a través del espejo. Recordaba que me pareció más surrealista que el País de las Maravillas y poco más. Ahora, he confirmado aquella impresión y he sacado otras conclusiones nuevas.

Es un relato más elaborado. No es la petición espontánea de Alicia de tener por escrito un cuento también espontáneo, sino un uso consciente del éxito de aquél primer libro y de la propia figura de la niña. Charles Dogson (Lewis Carroll) era ambicioso, no me cabe duda.

El País de las Maravillas se gesta en verano y A través del espejo se nos presenta en la entrada del invierno, con seis meses de diferencia aunque en realidad hubo años entre ambos. En el espejo se introducen cuidadosamente los elementos que considera valorados por los adultos que compraron el libro, guiñando constantemente a la comunidad de personas cultas a quienes va dirigido y entre quienes se sitúa con autoridad. Pero no pierde su encanto mágico.

He dado con una edición de Manuel Garrido, Cátedra 1992, que seguramente será de las más difundidas, en la que el editor hace un prolijo relato paralelo al del propio libro a base de notas a pie de página. Muchas de ellas son pertinentes y aportan información interesante, pero otras muchas son una reelaboración del contenido en base a deducciones que caen en la erudición más rocambolesca, bastante alejada de los propósitos reales de Carroll.

Los acertijos, los juegos de palabras, los significados de los personajes y las alusiones a temas políticos y de novedad científica son, desde mi punto de vista, nada más que lo que aparentan ser y no tienen significados ocultos desde el punto de vista psicológico o científico, ni Dogson por boca de Alicia elabora teorías de metalenguaje. Sí me parece clara la ácida y constante crítica social a través de la niña en los dos libros. Pero, y además de estas cuestiones, lo realmente novedoso para mí es que empecé a pensar en Alicia y en Celia; Celia, la niña de Encarnación Aragoneses (Elena Fortún), también a la luz de lo mucho que he completado personaje y autora en estos últimos años.

La asociación surgió rápida, por encima del lolitismo que planea sobre la condición de los libros de Carroll, que a veces envuelve y tapa irremediablemente la lectura. Estas dos niñas, estos dos personajes, estos dos autores, tan diferentes… ¿Qué me había hecho pensar en ellas? ¿Son Alicia y Celia las claves de sus respectivos relatos?

También surgieron las respuestas con rapidez y a borbotones, como me suele suceder. Alicia y Celia tienen exactamente la misma edad. Siete años. Siete y medio, en el Espejo. Como decía la propia Celia en el prólogo de Celia lo que dice, la edad de la razón.

Es esa edad aún mágica, aún niña, y en la que sin embargo, hemos comprendido que tenemos que comprender lo que los adultos comprenden –qué miedo, qué aburrimiento, qué reto-. En la que hay que ir incorporándose a ese mundo que todavía no es el nuestro. Nadie quiere abandonar ese paraíso, e incluso se cuentan casos, como el de Peter Pan, en que existe una decisión de no dejarlos. Y es comprensible. No es nada sencillo. Sin embargo, todxs lxs niñxs lo intentan porque es una cuestión de supervivencia. Pan no lo hizo, pero se quedó en un mundo que los adultos no toleran. Es también el mundo de los sueños y el inconsciente. Habrá personas a las que hayamos tachado de locas que permanezcan allí. Lo sabemos, porque todos hemos sido niñas o niños. Hay quien sobrevive gracias a un olvido y desconexión abrupto y hay quien no quiere o no puede olvidar. Quien recuerda qué era y cómo cuando niñx, en mayor o menor grado. Estos mediadores son personas especialmente capaces de servir de enlace entre lxs niñxs en proceso de dejar de serlo y ese mundo. Pueden ayudar enormemente, y viceversa, los niñxs pueden ayudarles a ellos. En el punto crucial de esa edad, están en disposición de explicar mejor a los adultos cómo es ese mundo, de recordarles cómo es la realidad mágica mejor que si tuvieran 4 o cinco años. En ese mundo viven y mezclan también artistas y autores. Así veo yo a dos tan diferentes como Carroll y Fortún. Mediadores. Los motivos por los que los mediadores no han olvidado esa etapa mágica y la viven entre los resquicios de la adultez que si no ve, no censura, pueden ser muchos. Ahí encaja el lolitismo de Dogson, al que más tarde me referiré.

Tanto Alicia como Celia son portavoces de una mordacidad corrosiva, constante, hábilmente transformada en producto sabroso y altamente digerible gracias un intenso sentido del humor y a su misma figura. ¿Quién puede enfadarse con una niña como Alicia cuando reproduce las absurdas y tediosas normas de cortesía social de la Inglaterra victoriana? ¿Quién con Celia, cuando encerrada en un colegio de religiosas relata la castrante y represiva educación a la que es sometida? Si esta crítica la hubieran elaborado sus autores en un artículo formal, probablemente no hubiera visto la luz o se hubiera hecho acreedor de todo tipo de críticas. Al contrario, nos convertimos gozosamente en sus cómplices.

Dice el editor de Alicia, Manuel Garrido, que la preocupación fundamental en estos momentos –años 90- es saber si Alicia y A través del espejo fueron pensados como cuentos para niños o en realidad eran relatos para adultos. Preocupación bastante estéril, a mi modo de ver, porque no tiene importancia.

Tanto Alicia como Celia causan una misma casi diría obsesión por parte del mundo adulto. ¿Importa tanto si es un libro para niños o para adultos? ¿Por qué? ¿Para indagar, limitar y censurar contenidos que como adultos nos escandalicen y pensemos que no son aptos para los niños? ¿Por esa manía de catalogar, clasificar y dividir para intentar aprenhender y situarnos por encima de todas las cosas? Hay miedo en esa obsesión absurda, miedo quizá a no querer el mundo adulto. A recordar lo que hemos sido y aún somos. A cuestionar y odiar aquello en lo que nos hemos convertido.

Conmueven y deleitan tanto a niñxs como a adultos, eso sí. Y ello a niñxs y adultos de generaciones y generaciones, sobrepasando países, momentos políticos, culturales o sociales. Ambos personajes y sus autores, de forma consciente o inconsciente llevan a los lectores a un espacio común, compartido, aún posible, del que hemos sido desterrados pero recordamos. Y qué mayor placer y conexión que recordarlo con otro personaje que amamos, ese niñx con el que ahora somos también niñxs.

Los relatos para niñxs intemporales no son demasiados a lo largo de la historia. Pero todos ellos están hechos para ser compartidos entre niñx y adulto. Se comparte el placer de vivir algo que une, que pone en conexión a dos mundos, el del adulto y el del niñx., apelando a la quintaesencia del pensamiento mágico, tan denostado por considerarlo contrario al científico en lugar de complementario, base del mismo y al mismo nivel, cosa que por otra parte es exactamente lo que hace el Carroll lógico y científico. Ese es el verdadero éxito, que comparten los relatos de Alicia y Celia.

Los mediadores están en ese espacio por diferentes motivos. Creo que no serían exactamente lo mismos los de Carroll y Fortún, aunque con seguridad es un espacio en su vida que mezclan con su vida adulta, transitando de uno a otro con mayor o menor agilidad.

Fortún había asumido el papel asignado a su género, haciendo suyas la educación de sus hijos como tarea principal y relevante y el cuidado de todos los aspectos de la vida doméstica en segundo lugar, independientemente de que se autoformó y comenzó a escribir cuando ya sus hijos estaban “criados” y reivindicaba un papel “reformista” para la mujer en la sociedad española de la época, protofeminista. Estuvo muy cerca muchos años de los niñxs y a ellxs estuvo ligada su extraordinaria inteligencia y perspicacia. Por cumplimiento de su rol, pero a través y gracias a ellxs, canaliza su fuerza creadora. No parece, a tenor de los relatos que de ella nos han dejado sus biógrafas, que fuera una persona con una infancia especialmente feliz o protegida a la que sentirse anclada, sino más bien al contrario.

Caso muy diferente es Carroll. Su reducto de máxima felicidad y protección, si atendemos a las notas biográficas que profusamente distribuye Manuel Garrido, sería su infancia. Con nada menos que diez hermanos y primer varón en la familia, tuvo que ser un periodo realmente intenso que quedase fijado en su personalidad. Ser el primer varón y tener siete hermanas, seguramente le haría destacar y ganar protección y expectativas por parte de sus padres. Posteriormente, Carroll no tiene contacto con los niñxs ni se dedica a la docencia. Las niñas de Carroll son el niño, su propia infancia, el niño absoluto. Mezcla posteriormente sentimientos y deseos sexuales propios de un adulto, de forma desordenada e irrefrenable, pero es capaz de conectar con ellas. De entender este mundo. De mediar, igual que Fortún.

Análisis detallado aparte merecería la semejanza evidente de los sentimientos de Carroll con los de Navokov, siempre justificados ambos, siempre, como niños, eludiendo el mundo adulto en el que están, con sus genitales y sus deseos sexuales, refunfuñando y buscado apoyos y estrategias para satisfacerlos.

Yo me quedo de momento con Alicia y Celia, sanas y salvas, cogidas de la mano y viviendo aventuras juntas. Celia estaría encantada de rebatirle a Humpty Dumpty y Alicia, encantada de gastarles bromas a las monjas del colegio.

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