Eso debió pensar mi hija. No esperó un solo día más de las 36 semanas que el protocolo recomienda. Llegó rotunda y veloz.
Yo asistía durante ese tiempo al espectáculo que la precedía con curiosidad. Mi cuerpo se convirtió en un gran teatro y yo en su privilegiado público.
Al principio… ¡Qué náuseas, qué mareos mañaneros! Ahí va… ¡pero si no estoy teniendo la regla! A ver si va a ser que…
Sí, era. Y me puse contenta, porque deseaba embarazarme. Me había informado de todo lo que era bueno hacer. Compré libros sobre embarazos y bebés y asistí a los cursos preparatorios que daban en la seguridad social para aprender a respirar. Además, tenía por consejeras a todas las bienintencionadas compañeras de trabajo que me asesoraban de las probables dificultades que me encontraría. ¿Qué podía faltarme?
-Ponte medias gordas, que si no se te van a hacer varices. A mi hermana…
-Y calambres, ten cuidado con los calambres al final…
-Si viene de nalgas, seguramente te hacen cesárea…
-Mi prima estuvo dos días de parto. Casi se deshidrata la criatura…
-Pues a mí mi ginecólogo me lo adelantó para poder atenderme él. Te ponen unas inyecciones…
-Luego se te quedan unas estrías…
Claro, que nada de esto tenía por qué pasarme a mí. El caso es que después de escucharlas, durante muchos días, se hacía difícil comprender la supervivencia de la especie humana.
Hasta casi cinco meses no se me empezó a notar hacia el exterior el abultamiento de mi vientre. Ya no vomitaba, al contrario, tenía buen apetito y tragaba cantidades considerables de hígado de ternera, que me apetecía extraordinariamente, y dulces. Los antojos, ya sabéis. Será que el cuerpo necesita algún tipo de sustancia, se dice, y sabiamente lo busca en los alimentos.
Adopté un ficus, y a partir de ahí y hasta ahora, me hice madre de multitud de plantas. Hasta entonces, las plantas y flores caseras me habían producido un cierto asco. Identificaba geranios, pelargonios, rosales y petunias con desagradables depósitos de insectos. Y con una madre en bata de boatiné regándolas, una hermana polinizando con pincelitos unas petunias de las que salían híbridos monstruosos y un hermano que capturaba cruelmente los insectos que se refugiaban en las macetas para ahogarlos, quitarles las patas o quemarles las alas. ¿Por qué superé todo esto con el embarazo? No se sabe. La cencia no lo esplica. El caso es que yo he convertiddo todas las casas en las que he vivido en pequeños jardines en las que los vegetales han crecido contentos y simpáticos. Un antojo, desde luego, pero permanente.
No recuerdo bien en qué momento noté una culebrilla en mi vientre. Sí que me emocionó y, al mismo tiempo, ajenez de esa cosa, ese ser, ese alien que vivía en mi interior. Aprendí a estar atenta para sentirlo y me maravillaba. Al mismo tiempo, me sentía recipiente y vasija. Es muy curioso saberse persona y al mismo tiempo, incubadora. Y es hermoso no caer en el estúpido error de intentar controlar la vida que llega y sale de tí, como un hilo que atraviesa la perla de un collar. Sin embargo, era molesto porque sucedía muchas veces al día.
Mi tripa era ya un gran pandero, tenso y pesado. Lo que antes eran vibraciones se convirtieron en golpes y en bultos que se veían con claridad debajo de la piel. Los tocaba intentando adivinar si era una rodilla, un piececito o la cabeza. ¡Pum, pum! hacía la criatura. ¡Qué revoltosa!
Algunas veces, dolían bastante y tardaban en desaparecer. Según los médicos, todo iba perfectamente, así que yo no me preocupaba por nada. Mi proa me precedía y luego iba yo. Yo sí, porque yo insistía en ser yo aunque los demás me contemplaban más como depósito que como ser humano. Estoy aquí, insistía. Sigo pensando, leyendo, escribiendo… vamos, que esto que llevo aquí es una persona y yo otra -decía sin palabras a todo aquél que se quedaba pasmado mirando mi enorme vientre. Porque yo seguía siendo igual de delgadita que siempre. Pero mi tripa no, casi me hacía caerme hacia delante. Si se me miraba por detrás, no se advertía ningún cambio en mí. Pero si se me veía de lado, parecía que me hubiera tragado el mundo. Alguna vez me divertí mucho viendo cómo cambiaba la expresión de una persona que iba detrás mío y luego me sobrepasaba. Parecía como si se sintiera víctima de un engaño, je je je..
Dormir de lado, con una almohada entre las piernas, ir a hacer pis muchísimas veces al día, tener que dar masaje en una tripa que duele por tanta tensión, sentirse torpe como un globo inflado, no poder sentarse durante mucho tiempo en una postura… y continuar trabajando como si no te pasara nada. Es muy difícil. Hay que callar y aguantar mucho, pero es así como nos educaron. Si no, sería imposible sobrellevar el embarazo en un entorno de trabajo normal. Y eso, si no hay algún tipo de complicación, por pequeña que sea.
Querría ver yo a alguien de los que nacieron sin útero en estas circunstancias. Tendríamos establecidos periodos de descanso, masajes y ralentización de nuestras tareas sin sentirnos culpables por ello. Buen reto incluir estas cuestiones en los convenios.
-¡Ay! -bajito. Contracción ocasional disimulada. -¡Ay, ay, ay! -contracciones cada vez más frecuentes, disimuladas también. Tenía que parar lo que estuviera haciendo y ¡buff, buff, buff! respirar y esperar a que pasara. Mientras tanto, seguía andando mucho, como siempre he hecho, y nadando lo que podía, porque me gustaba y me sentía muy bien en el agua, flotando y pesando menos.
Y así llegamos a la penúltima revisión. Es un jueves a las 18h. El médico me cita para el martes de la semana que viene para una última prueba antes del parto, de cuyo nombre no quiero acordarme. Y regreso a casa.
-Hay agua por el pasillo -digo. -Qué raro-.
Noto una contracción; una más de las que he ido teniendo en estas semanas. Al rato, me levanto del sofá y veo que me he hecho un poco de pis. Voy al baño y suelto una especie de moco con algo de sangre al limpiarme. Me asusto y llamo al médico. Son las 20h.del jueves.
-Me pasa esto -le digo.
-No se preocupe -ordena severo. -Eso es el tapón mucoso, señal de que el embarazo ha llegado a su término. Nos vemos el martes, en consulta.
Pienso que soy tonta. Preocupaciones de primeriza, ¡bobadas! Me parace además que soy culpable por no saber que debería saber lo que no sé con tanto libro y tanta preparación. Cuelgo, y me da un calambrazo en el vientre que me dobla. No hago caso. Hasta el martes, ha dicho el médico.
Me vuelvo a sentar y ahora es un río lo que tengo entre las piernas. Las contracciones se están haciendo tan frecuentes como que he tenido tres en la última media hora. Reacciono, y pese a las indicaciones del médico, partida de dolor y sin casi poderme vestir, le digo al padre de mi hija que coja lo que tengamos a mano, que nos vamos ya, que no quiero esperar más en casa, aunque lo que me esté pasando sea un amago de primeriza y aún no esté de parto.
Y así, aterrorizada por no comprender qué me pasaba, dolorida sin casi poder moverme, confusa y culpable, llegué al hospital. Eran las 24h. del 18 de agosto. El diezmado personal del hospital atendía un parto de mellizos y me hicieron esperar en el recibidor mientras me tomaban los datos, a los que casi no podía responder porque ya no tenía control sobre mi persona. Las fuertísimas contracciones me hacían encogerme y gritar, y yo grito muy alto, muy agudo y muy potente. Pero me obligaban a responder a la toma de datos. Las recepcionistas se esforzaban en decirme que por favor, me callara. Y yo les contestaba, irritada además por su actitud, que no podía, que me dolía muchísimo.
Noté que se aprovechaban de mi debilidad para intentar manipularme. Que no escandalizara, lo primero. Que esperara, lo segundo. Y yo sentía cómo aquél rato, para el que tanto me había preparado, que tanto había idealizado, se escapaba completamente de mi asimilación y mi control. Era tan ajeno a mí como si estuviera pasándole a otra persona.
Doblada y sin desvestirme, me pasaron a la sala con camilla. Una enfermera comprobó que estaba de pleno parto y con una dilatación de más de 5 cm. La escuché entre alarido y alarido. Entonces, como según ella ya se le veía la cabecita a la criatura, me dijo que iba a intentar cogerla y tirar, para que saliera. Metió toda la mano por mi vulva y tiró. Me solté de las correas con las que me habían sujetado del tirón que dí y me debieron oir hasta la Moncloa. La enfermera seguía pidiéndome que no gritara. Casi la muerdo de rabia y de dolor. ¡Imbécil! Pero ¿cómo me puede usted decir que no grite? Imposible sentir más dolor sin perder la conciencia.
Vino el médico, que ya había terminado con los mellizos, escandalizado por mis gritos. Miró mi expediente y me dijo que no iban a dejarme empujar por mi miopía, que iban a usar anestesia general. Yo no podía más que llorar, allí abierta de piernas, sin dignidad, ordenada, dirigida y regañada. Me volvieron a sujetar los brazos y me pincharon. Noté cómo me dormía. Noté cómo me tocaban y me separaban más las piernas y me salió un quejido largo y hondo. La voz del médico en off decía: «cómo debe de dolerle, aún con la anestesia se queja…» ¿O era yo pensándolo?
Cuando desperté no me dolía nada. Llegó al quirófano el padre de mi hija, al que no habían dejado entrar, y me dijo que el bebé estaba muy bien, que era una niña -no había querido saber su sexo durante el embarazo-y que la habían llevado a una incubadora, en parte porque venía muy justita con el tiempo del embarazo y en parte porque no habíamos tenido tiempo de coger su ropita. Ahora él ya la había traído. Me dijo que estaba muy coloradita y muy enfadada, pero que era muy bonita. La vería por la mañana.
Yo, bajo los efectos todavía de la anestesia, me dormí pensando en que no quería que estuviera desnudita y pasara frío. Me entristecí, porque que ese parto que había imaginado, dirigido por mí, con un final esforzado pero feliz en que un bebé llegaba a mí y reposaba sobre mi vientre después de nacer, no había tenido nada que ver con la realidad. Imaginé su carita redonda y sus ojitos claros. Tendría pelusita rubia. Me alegré y me dormí.
A la mañana siguiente, yo expectante, me trajeron una criatura pequeñísima, muy roja y muy morena. Con tanto pelo que le llegaba casi a los ojos. No era rubita, no, ni tenía pelusilla ni los ojos claros. Nada que ver con esa herencia genética cuya reproducción esperaba, ni con los miles de anuncios de pañales, alimentos, ropita y complementos de bebé que había estado viendo en los últimos meses.
Sin embargo era perfecta. Preciosa era poco. Unas manitas que se agarraban a mi dedo con fuerza, uñitas casi hasta largas. Una carita con una boquita de muñeca… me quedé embelesada mirándola. Entonces, abrió los ojos despacio y me miró. Tranquila. Pacífica. Miró también al techo y alrededor suyo. Después, los cerró para descansar. Había hecho un gran esfuerzo.
La enfermera que ahora estaba conmigo consideró que ya estaba bien y rompió este primer instante mágico para ponérmela al pecho. Yo, toda nerviosa, intenté darme prisa para hacer lo que se suponía que tenía que hacer porque si no, la leche no iba a subir. Al final, tras una tenaz lucha, la niña lo consiguió y estuvo mamando un poquito. No tenía mucha hambre, la verdad.
Luego, me la quitó y la puso en una cunita a mi lado. Era una cunita linda, una cigüeñita en cuya tripa dormía mi hija.
Tuve ocasión de ver de nuevo al médico que me atendió, el mismo que me había ordenado a las 20h. del jueves que esperara en mi casa hasta el martes, para hacer la prueba. En la revisión del día siguiente, mostrándole mi vulva, tumbada y abierta le dije:
-Bueno, vaya tapón mucoso ¿eh? Como que a las ocho de ayer me dice usted que espere al martes siguiente y a las doce y media nace mi hija…
Sorprendido y serio, me dijo: (ahora, qué gracioso, cómo se nota que él no va a parir nunca) -Señora, hay partos que son así. No es lo corriente, sobre todo en primerizas, pero suceden inmediatamente después de la pérdida del tapón y se desarrollan en muy poco tiempo… ¿Y por qué no me lo dice? Yo, con tanta literatura, no había leído que podían producirse partos rápidos y en principio sencillos… ni me lo habían contado mis angelicales compañeras de trabajo.
Más tarde volvió la enfermera, despertó a la niña, que estaba tan a gusto, para enseñarme cómo lavarla. Yo me levanto obediente, me mareo, pero me aguanto. Pechos doloridos, hinchados. Espalda dolorida. Puntos tirantes. Sólo me podía sentar con un flotador para no tocar el asiento con mi vulva herida. Pero hay que aprender.
La cogió con una sola mano mientras le lavaba con una esponja y agua tibia con la otra. La secó, la dio la vuelta como quien maneja a un conejito y volvió a lavar su espalda. Mi hija lloraba y yo miraba aterrada pensando en que la enfermera lo hacía tan deprisa y con tanta mecanicidad, que era como si tuviera un muñeco en lugar de un ser vivo. Pero hay que aprender. No se me olvidará que, viéndome en ese torbellino de experiencias dolorosas, confusa aunque intentando poner mi atención en lo que me decía, me soltó que la niña era monísima aunque pequeñita ¡Parecía una ratita! Pero hay que aguantar. Era un elogio y yo no tenía ganas ni fuerzas de responderla. Más teniendo en cuenta que se ocupaba de mi hija estos días. No fuera a ser que, sin querer, la ratita se le escurriera y cayera al suelo.
La vistió y me la dio para mamar de nuevo. Como no se alimentaba mucho, el médico me dijo que empezara a darle biberones también, porque no quería que perdiera peso. Era pequeñita, pesaba 2,600 gramos, con lo que yo no podía presumir de niño grande y gordo, tópico habitual también de mis compañeras de trabajo. El suyo pesó 5kg. al nacer. El de la otra, 6. Otra más, 4,5. Parecía que hablaban de piezas de carne. En realidad, hay mucho de carne en estos momentos. Carne grande yo, trocito de carne ella. Era el resumen de toda la historia, lo real, lo concreto, lo que no se puede eludir, lo único que en ese momento éramos la una para la otra. No nos entendíamos, no nos conocíamos, no nos queríamos. Ella me necesitaba como carne solamente y yo sólo podía ver en ella un trocito de carne, ajeno, precioso. Eso era todo.
¿Eso era todo? ¿Esa era la gran experiencia de tener un hijo por la que yo había querido pasar, pensando que sin eso la vida no estaba vivida de verdad? ¿No tenía yo instinto maternal? ¿No salían las cosas rodadas, de forma espontánea? Me había metido en un berenjenal con un trocito de carne que me necesitaba y del que me sentía absolutamente responsable sin saber qué hacer con él. Estaba llena de trabajo nuevo y dolores. Y no tenía muchas fuerzas. Me mareaba y me sentía triste cuando veía esa cabecita de pelo oscuro y ese paquetito de carne durmiendo casi siempre.
No sé muy bien cuándo empezó a cambiar todo. Mi paquetito de carne comía, dormía mucho, tenía cólicos y volvía a dormir. Yo también, cuando ella me dejaba. En algún momento entre cólico y cólico empecé a cantarle. Ella empezó a seguirme con los ojos y a mover la boquita, imitándome. Yo la miraba. Tan bonita. Un dia sonrió. Luego, sonrió más y más. Balbuceaba y gorjeaba muy contenta cuando le cantaba y le hablaba. Empezamos a ser ella y yo. Empecé a quererla y ella empezó a conocerme.
Y aunque esto ya es otra muy hermosa historia, grande, fuerte y larga, para contar aparte, válgame decir que tenerla ha sido lo más valioso, lo mejor, lo más gratificante y hermoso que me ha sucedido en la vida. Y me han pasado otras muchas cosas muy hermosas y muy gratificantes, también.
Esta es la historia de mi embarazo y mi parto. Me sirvió para darme cuenta de la enorme desconexión de nosotras mismas con la que se vive este acontecimiento. Lo medicalizado y rígidamente marcado que está, y lo alejados que estamos de un hecho natural que forma parte de la vida. Nos esforzamos por aprender comportamientos, por acumular sabiduría para afrontar un trance que imaginamos doloroso cuando no vamos a poder vivirlo como deberíamos. Yo estoy segura de que me hubiera ido bien un parto en el que poder andar, sentarme, acuclillarme y moverme para dar a luz, fuera cual fuese el tiempo que tardara.
Si habéis visto algún animal parir, ellas buscan un lugar íntimo y apartado. No tienen ideas preconcebidas sobre si va a ser doloroso o no, lo afrontan sin prejuicios. Se esfuerzan, trabajan, jadean, se cansan y sacan a sus criaturas con ese conocimiento ancestral que nosotras tenemos escondido y olvidado. En el momento apropiado, ellas saben todo y lo mejor que tienen que hacer. Sólo necesitan que se las deje hacerlo a su manera.
¿Por qué no permitimos que ese saber aflore y fluya cuando lo necesitamos? Vale para todas las situaciones vitales, no sólo para parir y criar criaturas. La ciencia lo desprecia, lo tapa. Dicen que así se salvan muchas más vidas y que eso justifica desapegarse de esa forma de conocimiento. Que la ciencia es más sabia y más valiosa. Por eso también organiza, dirige y manipula la vida misma. Yo, personalmente, no creo en la superioridad del conocimiento científico. Sí en su complementariedad y en la potenciación de nuestro verdadero conocimiento, el que ya tenemos, el que la poseemos.
También hubiera querido saber que en la mayoría de casos, cuando damos a luz, se nos descuelga la vegija y comenzamos a tener pérdidas de orina, más cuantos más hijos tenemos. Requiere una pequeña corrección que los médicos no mencionan, pero que debería formar parte de la rutina después de parir. Esto por poner un ejemplo, solamente.
Quisiera que todas las mujeres escribieran sus partos. Sus historias, como acto reivindicativo. La literatura no tiene relatos de partos porque no los considera dignos de ser contados. Contémoslos. Hagamos un libro de ellos. Son parte de la historia de la humanidad, más importantes que ninguna batalla, que ninguna conquista y nuestra mejor victoria.